viernes

LA BELLA AIROSA






































Markopolo Quetzalcóatl Heramb.
La Kofradía del Hiato/2mil11

      Una canción se escuchaba en el camino y anunciaba mi llegada pachuqueña tu me inspiras para cantar con sentimiento. El viento de diciembre golpeó  mi cuerpo dándome la bienvenida. La imagen de los barrios altos con los clásicos hogares de pueblos mineros que alguna vez fueron colonizados por  ingleses a mediados de los años 20´s era la contemplación perfecta mientras digería un paste para ahuyentar el hambre después de unas horas de largo camino. El Cristo de los mineros en lo alto del cerro, con los brazos extendidos vigilaba mi llegada y mi estancia. La tarde era prematura;  en unas horas será navidad y el centro de la ciudad está repleto de personas que realizan las últimas compras para la cena de esta noche. 

Venía de visitar a unos amigos en Cerro Colorado, un pueblo ubicado al este del estado. Un lugar de bellos paisajes, lleno de quietud, de gente simpática, de noches de fogata en terrenos misteriosos, de mariguana, cerveza y blues.
Pero era momento de regresar al  sur del país, allá me esperaba la familia y amigos de antaño. Aunque he sido incrédulo en las festividades de estas fechas, la nostalgia familiar no pudo ser inevitable.

En la capital hidalguense no había autobús ni en la tarde ni en la noche para mi destino, tendría que llegar temprano al día siguiente. Así que tuve que buscar una hostería para  refugiarme del  frío que envolvía a la ciudad. 

Mientras llegaba la noche vagué por la ciudad;  mercado, parques, plazas,  hasta salir del centro para deambular por los lugares más recónditos, recorriendo las  calles y avenidas tan estrechas como mis sueños, ahí donde oculta la sonrisa aquella niña que espera al viejo de traje rojo como cada año. En los pequeños pasillos se sentía el olor de la cena de esta noche; pavo, barbacoa, pollo rostizado. Las familias definían los últimos detalles: bebidas, piñatas, cuetes, rezos y hasta el conjunto musical que ambientaría la Noche Buena.

De pronto en mí deambular, sin darme cuenta había  llegado a la orilla de la ciudad, ya eran pocas las viviendas y el viento empezaba a correr más fuerte. Con potencia me golpeaba y mi delgado cuerpo era movido fácilmente. Empecé a subir el cerro, me interesó ver la ciudad desde ese punto. Me senté en una piedra grande, estaba cansado y trataba de respirar profundamente. La temperatura empezaba a bajar cada vez más rápido, ya estaba como a cinco grados. El terreno estaba rodeado de monte seco, árboles de huizaches, biznagas y nopales. Aunque aún había claridad, algunas estrellas se empezaban a percibir en lo alto y azul del cielo. El sol disimuladamente iba ocultándose. La luna se empezaba a asomar, era una espectadora de la mezcolanza inspiradora de tantos escritores, músicos  y pintores.
                                                                                                    
Y ahí estaba ella, con la silueta que le dibujaba la tarde y que podía embriagar efusión a cualquier abstemio. Miraba hacia el este, hacia una pequeña casa derribada casi en su totalidad por los años. La veía de perfil, el viento invernal sacudía su cabello con placidez.

No sé cuánto tiempo ella  llevaba apreciando la imagen, algunos arbustos habían impedido que la percibiera antes. Estaba a mi lado derecho, un poco más abajo de donde me encontraba, a unos cincuenta metros de distancia. Me acerqué un poco más  tratando de que no se percatara de mi presencia.

Al parecer  venía de más arriba del cerro y en el camino de regreso se encontró con ese hogar abandonado. ¿Qué recuerdos le traía? No lo sé, pero que bella contemplación concebía hacia el lugar y que bella contemplación me regalaba a mí al observarla a la distancia. Su figura fusionada con la tarde me había deslumbrado, algo en ella había que me hizo adorarla  en el instante.
No pasó mucho tiempo y emprendió el camino de regreso. Bajó con paso mesurado hasta llegar a la primera colonia e introducirse en ella. La noche ya casi se adueñaba de la ciudad por completo. Yo la seguí cautelosamente sin que me viera, atravesé detrás de ella las callejuelas angostas. En los hogares ya se escuchaban las clásicas canciones  navideñas, se hacían los últimos arreglos para abrazos y felicitaciones fingidas de  la noche buena.
Estoy casi seguro que ella ya se había dado cuenta de mi errónea persecución. Por alguna razón no hizo nada para evitar que la siguiera siguiendo y continuaba su andar con el mismo paso con el que emprendió su regreso en lo alto del cerro.

Después de unos veinte minutos de trayecto, en una esquina de una calle empinada, dobló, sacó unas llaves de su pantalón, abrió la  puerta de un pequeño vecindario  y se introdujo.
La noche y el viento eran cada vez más fríos, las luces de colores ya se observaban en los edificios de la ciudad y  en las ventanas de los hogares. Los niños jugaban con triques esperando ilusionados el regalo que han de recibir.
Esperé esperanzado volviera a salir, pero fue en vano. Había perdido la oportunidad de intentar relacionarla, así que mejor regresé buscando mi aposento. El olor de la cena  ya se sentía en las casas.

Me recosté en la cama, pensando en la mujer de esa tarde. Miraba el techo, mientras en las afueras ya se escuchaban los cantos de las posadas y los triquerios. Cerré los ojos. Cuando los abrí, me encontraba sentado frente a ella. Sonreía. Pero que deleite de mujer, que sonrisa tan cálida y  rostro enternecedor. Su cabello negro y suelto que le llegaba a los hombros era tan fulgurante; sus manos pálidas, frías y delgadas me llenaban de consuelo y alivio. ¿Qué podía tener esta mujer que me extasiaba?
Estábamos en la sala de su hogar. En las paredes había retratos de la familia. En una esquina un nacimiento colorido. Desde una ventana se observa  la ciudad iluminada, serena y fría de un prematuro invierno. Por momentos todo era confuso, aparecían imágenes de más personajes, niños, adolecentes, ancianos. Hablaba con ellos pero no sé que nos decíamos.  Bebimos pulque. De pronto todos se habían marchado, todo fue tan fugaz que me confundía. Quedamos sólo ella y yo, de frente, sin decirnos nada.
Mi lengua estaba paralizada, intentaba comunicarme pero era imposible, únicamente nos veíamos y ella no dejaba de sonreír. Hice otro intento  por hablar, con mucho esfuerzo logré preguntarle quién era. Hizo un gesto de guardar silencio, su rostro era tan reluciente como la luna  llena que se observaba a través de la ventana de la sala. Llevó la palma de su mano derecha a mis ojos y los cerró suavemente.
Cuando abrí de nuevo los ojos veía el techo del aposento. Todo fue un sueño; tan irreal que pareció real. Los rayos del sol penetraban la delgada cortina que cubría la ventana.
Confundido y atolondrado por la aparición de nuevo de esa extraña mujer me levanté para empezar la marcha de regreso al sur. El retorno era inevitable, no podía estar un día más en esa ciudad aunque me angustiaba que nada podía detener mi partida.
¿Podía haber alguna posibilidad que en el camino me topara con ese ser extraño?
Todo puede suceder, dije. El mundo está lleno de posibilidades.

Tomé mi pequeño morral donde llevaba una mudada de ropa, un libro de Carlos Castaneda y cientos de recuerdos de mi peregrinar; me la puse en mi hombro y emprendí el recorrido. La mañana era muy fresca, poca gente se observaba, aún se sentía la brisa embriagadora recorrer las calles de una navidad hambrienta de esperanzas y ensueños.

Caminé una hora hasta llegar a la terminal, veía a todos lados, la buscaba. Volteaba hacia atrás pensando que ella me seguía precavidamente como lo hice con ella unas horas antes; pero no estaba en ninguna parte. El Cristo vigilaba mi partida, el viento aun soplaba fuerte y mi delgado cuerpo era fácilmente empujado. El sol calentaba tenue  el cuerpo que a la sombra era presa fácil de erizar la piel a cualquier individuo acostumbrado al calor agobiante  de la selva.

Ya en la estación, el tránsito de personas era mayor. Había llanto, tristeza y a la vez alegría por ver al ser querido marcharse de nuevo a donde pertenece. Volver a la vida mecánica de todos los días; al trabajo diario del diario vivir.

Yo estaba solo, nadie me despedía como muchas otras tantas veces; esperando en un asiento de la terminal la salida del autobús, con la mirada disipada, ausente del tiempo, recordando a los que me esperaban allá, lejos, muy lejos de aquí.
Pensado una vez más en esa mujer. Llegué a la conclusión de que todo había sido una efímera utopía creada por mis pensamientos vagos y desinteresados. Que todo este juego de imágenes sin sentido y sin razón no tenía valor alguno; que todo fue creado por mis pensamientos en sus oníricos anhelos de encontrar el  amor en el andar fugaz de las calles y caminos desvírginados;  que no había ninguna mujer en ese cerro que fuera bañada por la precoz aurora; que no se había escapado de mis sueños para el encuentro conmigo, que veía lo que quería ver para colmar mi sed, mis ansias de escapar de la soledad. No hay más, eso era. ¿Por qué entonces seguir atormentándome por esa mujer?

Era hora de partir; adiós ciudad de mágicas ilusiones, de irrealidades  atrapadas en tu fuerza airosa. Te veo a lo lejos en lo enclaustrado de esta terminal. Ya te dejo mis pasos efímeros  y me llevó tu ímpetu en los pulmones.

Pero al observar hacia la entrada de puertas cristalinas sucedió lo que hasta el momento creía irreal. Volvió a mi mente la frase cuando salí del cuarto camino hacia acá “todo puede suceder;  el mundo está lleno de posibilidades”.

Y ahí venia ella, con el cabello suelto y brillante como la noche invernal. La sonrisa cálida igual que en mi sueño. Vino directo hacia mí. Nos miramos fijamente, mi cuerpo traqueteaba  incrédulo por la presencia. Justo cuando mi resignación tuvo cabida en mis pensamientos sobre ella todo volvió hacia atrás.

Ya frente a mí,  con mis dos manos acaricie su rostro suave y claro; su frente, sus ojos, su nariz, sus mejillas, sus labios, todo era real. Comencé a besar cada una de sus facciones culminando en su boca pequeña y de labios de mediano grosor sin despegar mis manos de sus mejillas frías  y dóciles. Un beso que no se cuanto duró pero fue suficiente para narcotizarme de paz.

¿Quién eres? ¿Cómo sabias que estaría acá a punto de tomar el autobús de vuelta a casa? ¿Por qué apareces y te vas? ¿Por qué no dices nada?

Todo ha terminado; buen viaje. Fue lo único que dijo. Se dio media vuelta y emprendió el regreso. No pude y tampoco quise decir nada;  sabía que sería en vano. Atravesé el detector de metales y subí al autobús… ella se había esfumado.

Estaba más que confundido e incrédulo por lo acontecido. ¿Qué quiso decir? “Todo ha terminado”. Veía a través de la ventanilla, el viento era más inquieto, de la misma manera me sentía al no poder descifrar todo esto. Recordé entonces el sobrenombre de la ciudad “Pachuca la bella airosa” y aquella leyenda que decía que el viento se enamoró de una muchacha en los barrios altos; que murió al entregar la bondad de su alma y belleza a la tierra y que desde entonces el viento enloquecido la ha buscado desde años, teniendo infortunio en ello. De ahí el renombre.

Algo similar me sucedía, una bella mujer del barrio alto que apareció y desapareció aparentemente sin razón alguna. Y yo estaba como el viento enardecido por la impotencia de no saber ni siquiera su nombre. Pero ya no importaba; todo ha quedado atrás.

Y  la sigo buscando en estas y otras ciudades como el viento a su amada;  porque sé que siempre cabe una probabilidad de que suceda lo inesperado…

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